Si me pidieran la causa de que los españoles tengan que pagar ahora a sus acreedores bastante más que otros deudores europeos, como los alemanes o los franceses; si me requirieran ahora para que explicara los malos resultados escolares de los españoles, comparados con los del resto de Europa; si tuviera que detallar las razones históricas de que hayamos tratado al resto de los animales tan mal o peor que a las personas y, en todo caso, peor que en los demás países de Europa, aduciría, por supuesto, el aislamiento histórico del que fuimos protagonistas durante gran parte de nuestra historia moderna pero también y sobre todo nuestra costumbre inveterada de hablar más de lo que escuchamos.
Aquí, casi todo el mundo tiende a explicar las razones por las que merecería estar en los altares; los argumentos esgrimidos frente a los que no quieren escuchar nuestro discurso; los detalles de comportamientos supuestamente desinteresados o de amor al prójimo; en definitiva, los pormenores que explican el que las cosas no sean como parecen y nuestras conductas, un dechado de virtud. Muy pocos quieren, por el contrario, escuchar a los demás. Éste es un país en donde no interesa lo que piensan los otros porque lo único que cuenta es aquello de lo que uno está convencido. “Y ahora me vas a oír –dicen–, por si no te has enterado.” ¡Tantos oídos pegados al móvil en la calle!
Ocurre en la vida de la pareja, en el sistema educativo y en el corporativo. En la construcción del nido que soporte la convivencia de mujer y hombre se pasa casi todo el tiempo intentando convencer al otro de algo. Él suele llegar enfurruñado y plagado de resquemores. Ella, sencillamente, no da abasto, puesto que ni los maridos, ni la sociedad ni el Estado se han enterado todavía de lo que supone hacer frente, a la vez y sin ayuda de nadie, al cuidado de los hijos, al trabajo, de fuera y de la casa; con el añadido, en un número creciente, de responsabilidades políticas hasta hace poco reservadas a los varones. No queda tiempo para escucharse uno al otro.
¿Cuántas veces, al cerrar la puerta de mis clases de economía, tecnología o gestión emocional, no he constatado que había soltado mi rollo, en lugar de estar atento a lo que podía interesar a mis alumnos para ayudarlos a construir su futuro individual? Ya sé que esto no es fácil, porque no lo es conciliar la imparable personalización de la educación con la gestión colectiva normalizada en función de patrones heredados.
A nivel empresarial ocurre tres cuartos de lo mismo. ¿Alguien escucha atentamente al otro para descubrir fórmulas de trabajo más cooperativo? ¿Métodos o estilos más innovadores para solventar problemas? Además de analizar los procesos productivos, ¿hay algún jefe de departamento interesado en descubrir si sus empleados tienen la sensación de que son dueños de su trabajo, de que algo controlan de la empresa, o de su vida?
Recurro a una dentista para el cuidado de mi boca que es la mejor profesional que he conocido. Yo sé bien que con la boca llena de aparatos lo último que uno puede hacer es hablar; pero esto no es excusa para que ella no pare de explicar cómo se comporta el resto del mundo. Seguramente, hablamos en exceso y no escuchamos suficientemente a los demás, cuando por su experiencia o sentimientos experimentados nos podría interesar.
Casualmente, los neurólogos están constatando algo que sospechábamos: el cerebro gasta menos energía en observar el mundo exterior –las dimensiones y señales codificadas que le revelan lo que ocurre fuera son pocas y malas– que en elucubrar, experimentar e imaginar; si hablamos todo el rato, no puede hacerlo.
domingo, 31 de octubre de 2010
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